Si es tan sólo amor
Si últimamente me he dejado llevar por el sonoro romanticismo argentino, hoy quiero hacerme eco de una noticia que, por romántica, viene amplificada por el lugar del mundo en el que sucede.
Otras veces he destapado aquí mi interés hacia todo lo oriental, sobre todo lo referente a los mitos y leyendas que se remontan muchos años atrás, cuando por aquí vivíamos casi en taparrabos y por allí ya usaban el papel o la pólvora. Supongo que todo esto comenzó con la serie manga Bola de Dragón, que se emitió cuando yo era un tierno infante en la ETB1 y era de visión obligada por aquella época, cuando los capítulos se centraban en el humor y no tanto en la violencia. ¡Cuánto daño ha hecho esa serie en las mentes de tanto cuasitreintañero actual! Tengo un amiguete que dice haber visto el último capítulo, pero no sé si creerle... debe de ser un mito.
En fin, que esta vez, el toque romántico y, en realidad, coherente, se ha dado en Japón.
Cuando alguien piensa en Japón, creo que es inevitable pensar en tecnología, arte pop de los ochenta en el siglo XXI, cámaras de fotos y casas pequeñas. A mí me viene a la cabeza algo más. No, no se trata de Humor Amarillo, que también, sino de lo correctos en las formas que parecen por allí.
No sé hasta qué punto toda esa tradición milenaria se conjuga ahora con la modernidad de una sociedad ultramoderna, pero desde luego me dan una sensación de corrección digna de cualquier ceremonia solemne y seria.
Me da la sensación de ser una sociedad donde lo correcto va más allá de un deber, llegando a ser una forma de vida. Ver inclinarse a la gente para saludar, el respeto que se respira (aunque la procesión pueda ir por dentro), el autocontrol.
Parece una sociedad militar casi.
Y en una sociedad así, tan aparentemente poco dada al romanticismo propio de otras latitudes como la argentina, ha ocurrido un acto que bien podría haberse dado aquí.
Resulta que la princesa imperial, sí, sí, imperial, allí no hay reyes, hay emperadores, que queda mucho más aparente. Decía que la princesa imperial, con toda la pomposidad del nombre, ha preferido llevar una vida plebeya por amor. Se va a casar con un plebeyo, lo cual, según el uso de por allí, implica que ella va a dejar de ser princesa.
Las niñas ya no quieren ser princesas...
En realidad el cambio no tiene porqué ser más allá de una cuestión sucesoria, porque lo que es la forma de vida, poco me parece a mí que va a cambiar... Más que nada porque junto con su nuevo estado de plebeya, a la buena mujer, Sayako, le van a caer una porrada de millones (1.3 de dólares) que ríete tú del imperio.
Así pues, con la vida económicamente resuelta, seguro que podrá disfrutar (o no) de su amor (y, más importante, su vida), sin las estrecheces que la vida en palacio parece ofrecer a sus inquilinas. No olvidemos que la princesa Masako (Unmoko), cuñada de Sayako por casarse con el hermano de esta, ha venido sufriendo lo indecible según dicen, por no darle a Japón un heredero varón...
De cualquier manera, prefiero ver esto como un gesto de romanticismo en las gélidas tierras japonesas, como un torrente de sentimientos que provoca una decisión supongo que difícil.
Y no deja de ser curioso que mientras los herederos varones siguen siéndolo (herederos, varones por supuesto) a pesar de casarse con plebeyas, la heredera mujer se convierte en plebeya al casarse con otro plebeyo.
Ojalá aquí se dieran estas cosas también, que los reales se conviertan en plebeyos... aunque sea porque se casen con la chica del Telediario.
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