Elsa y Fred II
Este fin de semana sí que vi Elsa & Fred.
Y no me equivoqué.
Tengo una tendencia natural a no ser demasiado dramático en el cine. La verdad es que pocas veces se me ha planteado la ocasión en la que tuviera que elegir ponerme el disfraz de Humphrey Bogart para hacerme el duro ante una escena. No sé, supongo que no he encontrado la película que me llegue a creérmela de tal manera que me meta dentro de ella tanto como para hacer míos los sentimientos que se ven en la pantalla.
Kit básico de lloriqueo
Admito que el momento más cercano a una lágrima ante una película fue en una escena de Patch Adams, de Robin Williams. La peli va de un estudiante de medicina (y posterior magnífico doctor) que ve en el milagroso poder sanador de la risa la mejor herramienta para tratar (además de con las típicas, claro) a niños con serios problemas de salud.
La escena en cuestión, que no recuerdo exactamente, es cuando, creo, el tipo se va a ir porque le echan debido a sus poco ortodoxos métodos y todos los críos le despiden con una nariz roja puesta a modo de sentido homenaje.
Cuando la nariz cambia de la lado es más duro de ver
Ver todas esas cabecitas rapadas, con esos camisones azules y esas narices rojas de payaso sobre el fondo blanco de sus caras... buf! Sé que es un clásico intento hollywoodiense de llegar hasta el tuétano del espectador, y probablemente todo fuera mentira, pero eso no quita para que sea enternecedor.
Con Elsa & Fred caí con todo el equipo.
Lo admito, soy un llorón frustrado. Desde la mitad de la película, para cuando te has reído tanto que es imposible que no te identifiques con alguno de los dos personajes (o los dos), en adelante, eché el moco en repetidas ocasiones, siempre acompañado de otros sonidos nasales que se oían a lo largo y ancho de la sala, que por suerte, no era muy grande.
Los típicos "pprrrrrrrrrrrrrrrrrr" sonaban a diestro y siniestro, lo cual, en esos momentos de debilidad sentimental, le hacen saber a uno que no está solo en su flaqueza.
Supongo que hubo momentos de alegría contenida que acaba rebosando por lo ojos, así como especialmente emotivos (apunta en la pizarra que faltan tomates) que nunca había visto retratados de tal manera que me sintiera dentro de la película.
Supongo que es la magia del cine, esa de la que tanto hablan y de la que, probablemente, Van Dame nunca sabrá.
En fin, que una gran película, doblemente recomendable, por su contenido y continente.
Toda una demostración de cómo una historia de sobra conocida (al final poco nuevo bajo el sol) puede contarse de un modo diferente, con personajes diferentes y desde perspectivas novedosas.
En fin, que vayáis a verla, provistos de un paquete de clínex aunque no los hayáis necesitado nunca (más vale prevenir), y de una pareja con mayor tendencia a la llorera para no sentirse solo o tener excusa a la primera lágrima.
Los chicos no lloran... ¡joder que no!
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