Mis Vacaciones IV
Para seguir (¿y terminar?) con el hilo de posts postvacacionales, hoy voy a contaros lo que ocurrió en esa tierra perdida de la dehesa del Moncayo.
Resulta que en una de las vigas del porche trasero de la casa donde estábamos apareció un nido. Era un nido de barro que pensamos que algún pájaro había usado y se había ido, pero no. Se conoce que los nidos son de uso libre y gratuito para los pájaros y que cuando una pareja de ellos ha terminado con su uso no echa el candado, sino que lo deja para el uso y disfrute de otras parejas. Esto que entre los civilizados humanos sería poco menos que un estilo de vida hippie parece ser un acto natural (nunca mejor dicho) para este tipo de pájaros.
Los bichos en cuestión resultaron ser golondrinas. Al principio se decía que podían ser vencejos, pero estos no hacen nidos de barro, como sí hacen aquellas. Además, la cola partida invitaba a despejar toda duda al respecto.
La cosa es que al ver que una pareja de golondrinas (Sr y Sra Golodrinez) revoloteando por allí pensamos que habría huevos en el nido. Se nos había dicho que si alguien toca el interior del nido con la mano (y supongo que con cualquier otra extremidad de su cuerpo) los pájaros se darían cuenta y abandonarían el mismo con o sin huevos, de modo que, por si acaso, no nos acercamos demasiado a él.
Hasta que un día comenzamos a oír un alegre soniquete desde por la mañana. Cada vez que el Sr o Sra golondrínez se acercaba por el nido, un suave y leve chiu, chiu, chiu salía del nido. Los huevos habían eclosionado y unas cuantas vidas más se unían a este poblado planeta.
Fue toda una experiencia ver cómo se afanaban los padres de las criaturas en llevar cualquier insecto cada cinco minutos a las cuatro o cinco pequeñas bocas que aparecían por encima del nido. Toda una lección de responsabilidad paternal. Supongo que el Sr Golondrinez no se iba de bares dejando sola a la Sra Golondrinez, ni esta se pasaría el día viendo noticias rosas en la tele. La vida, en este caso, depende exclusivamente de la capacidad de unos padres de alimentar (literalmente) la buena salud de los neonatos.
Alucinante, de verdad, la capacidad de arramplar con cualquier insecto en 200 metros a la redonda, y alucinante tener esa compañía de un vuelo de una golondrina a un metro escaso de tu cabeza.
Cuando los pequeños iban asomando ya la cabecita por el nido, ya se empezaba a notar la selección natural en forma de ocupación del espacio. Tres pajarillos se repartían el perímetro circular externo del nido, mientras un rezagado se quedaba ídem encerrado en la parte interna. La capacidad y disciplina de proveer alimento de los padres quedó eclipsada cuando nos dimos cuenta de que repartían los bocados indiscriminadamente. Nunca vi un ejemplo más claro de eso de el que no llora, no mama. El del centro del nido se llevaba más de la mitad del alimento; la otra mitad iba a parar a sus compañeros externos, dejando para el cuarto poco más que el aire que respiraba.
- ¡Pero no se da cuenta de que siempre se lo come el mismo! - sufríamos nosotros.
- ¡Tú, egoísta, deja algo para el de atrás! - increíble el sufrimiento, oye.
Hasta que un día, por la mañana, cuando el rocío aún no había sido víctima del sol, vimos a un grupo de hormigas que se arremolinaba en torno al pequeño cadáver de un desplumado y escuálido pajarito. La cruda realidad natural se nos presentó en toda su crudeza. El pobre inquilino del interior del nido, arropado del frío de la noche, pero con más hambre que Carpanta, había caído (nunca mejor dicho, de nuevo) en desgracia y había muerto. Tenía heridas en el cuerpo, nunca sabremos si entre todos los mataron y/o él sólo se murió, pero la selección natural actúa sin contemplaciones, sólo los más fuertes sobreviven. Suerte haber nacido ser humano... bueno, y en una zona buena del mundo... bueno, y en buenas circunstancias... bueno, y en una buena época... estoy empezando a creer que sólo los afortunados sobreviven.
En fin, que la vida siguió tras el entierro del difunto. A medida que las plumas les iban saliendo y ellos mismos sobresalían más por encima del nido, los bellos y relajantes soniquetes, aquellos simpáticos chiu-chiu se convirtieron en escandalosas algarabías cada vez que uno de los Golondrinez se acercaba con un saltamontes, una avispa, etc. ¡Menuda escandalera, leche, ya no se podía ni dormir!
Además, el suelo acababa al final del día impregnado con los restos de las comidas en forma de guano que había que limpiar a manguerazo limpio. Más de una vez una persona corrió peligro al pasar por debajo del nido. Los chiquitines (cada vez menos chiquitines) sacaban el culo y ala, regalito para el mundo. - Su tabaco, gracias - les faltaba decir.
Sacamos muchísimas fotos (hoy no tengo ninguna, pero la pondré en este post el lunes, lo prometo) del nido y su contenido, así como vídeos de los padres haciendo vuelos rasantes y zigzagueantes antes de entrar a casa. Incluso cuando se posaban sobre el nido para mantener el calor del hogar en alguna noche más fría de lo normal.
¡Míralos, qué a gusto oye!
Al final, decía, acabamos un poco hasta las pelotas del ruido y la suciedad, y esperábamos el día en el que los chicos se largaran del nido. Verles volar sí que iba a ser una experiencia.
Un día, casi sin darnos cuenta, los ruidos pararon y durante dos o tres días no fue necesario el manguerazo de rigor. Casi lo obviamos, sumidos en la tranquilidad de nuestras vacaciones, pero algo había ocurrido, y ni siquiera lo sospechábamos.
Los mayores seguían llevando comida, pero allí no piaba nadie. Sólo se veía a un pajarraco, casi tan grande como los padres y con todo el plumar al 100%, por encima del nido. ¿Y el resto?
Al día siguiente no se movía nada por allí, sólo los padres en su rutina de llevar alimento. Ya no era necesario. Una cola sobresalía del nido, nada más.
Nunca sabremos lo que pasó, pero ella, a quien le gustan los animales casi más que yo (no más que a mí) se subió a la escalera y comprobó que la cola no se movía. Se lavó las manos varias veces, por si acaso.
Mi padre, más curtido en estas lides, se subió después para comprobar que aquella cola era la punta del iceberg en el que se había convertido el pajarillo. Seco como la mojama. Muerto.
- Aquí hay algo más - se mascaba la tragedia.
De dentro del nido sus dedos sacaron otro muerto más, y luego, otro. Luego otro más.
El nido era más grande de lo que parecía, contenía cuatro cadáveres y sólo se veía la cola del de más arriba...
Tal vez no me creeréis, pero cuando la madre (o el padre) llegó al nido con una libélula en la boca tras nuestra limpieza, revoloteó cerca varias veces, pió unas cuantas más, fue y volvió, entró al nido, salió, dio vueltas en él.
Imaginamos el sentimiento de perder a toda tu descendencia y que, de repente, ya no estén donde se suponía.
No sé hasta qué punto lo sentiría así, pero parecía la viva imagen de la desesperación. Y todos lo sentimos.
Durante los siguientes dos o tres días ya no había movimiento por allí. Nada sabemos de los progenitores Golondrinez.
Sólo sabemos que una nueva familia se instaló después allí, y seguramente ahora haya de nuevo unos huevos esperando a romperse.
Es el ciclo de la vida, supongo.
P.D: Javi sabrá perdonar la longitud del post, la ocasión, creo, lo merecía... ¿no?
2 comentarios:
oh...pobre familia Golondrinez, pero quizas es asi..el ciclo de la vida, me dio mucha pena el final de aquellos pequeños golodrineces..tampoco comprendo bien porq.......pero talvez en algun lugar hayan mas golodrinas, golondrineros, golondrinicos o golondrianderamas..merodeando..y talvez esas familia puedan crecer sanas y la naturaleza tenga un curso mejor..mas optimo y mucho mas esperanzador... :)
Sí, es el consuelo que nos queda, no?
jejejeje
Veo que están retrocediendo en el tiempo como dijiste, eh? jejejeje
A ver dónde en el tiempo aparecerá de nuevo la anónima!
Salu2
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