El vuelo del Gato

Kay, el inquilino gatuno que se ha hecho fuerte en mi casa y se come la comida del plato si nos descuidamos, es un auténtico trasto.

Es un minino que se hace querer y es tan abierto que deja lejos la fama de desconfiados de los gatos. Kay es el ser más sociable con el que he tenido el gusto de compartir cuarto. Además, no ronca. Sólo ronronea cuando llegamos a casa, que es como mover la cola en un perro, pero más agradable y sin paseos para hacer sus cosas en la calle.

Últimamente se ha hecho el amo del balcón, y gusta de subirse al quicio de las ventanas, asomarse entre los barrotes del balcón, etc, vigilancia de lo que acontece en el interior del barrio, supongo. La vida en directo más que nunca.

La cosa es que este fin de semana, mientras los puerros estaban a punto de avisar de que ya estaban hechos y ella terminaba su sesión ante el espejo... ¿dónde está el gato?

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Buscamos por los sitios típicos. Encima del armario, en las sillas acolchadas de la cocina, agazapado para atacar detrás de la puerta de la sala, en el baño, dentro del cubo con las fregonas... nada.

- Este se ha tirado! - increíbles palabras que iban cobrando sentido por momentos.

Nos asomamos al balcón. Nada.

Ella siguió buscando. Nada. Yo seguía mirando por el balcón a la calle. Nada.

- Meeeeaoooo!

Dos pisos y un bajo muy alto más abajo, Kay trataba de orientarse. Acurrucado en una esquina, maullaba de dolor?, desesperación?, desconcierto?, liberación?, alegría?

Enfundado en uno de esos ridículos pijamas de verano que hace tiempo dejaron de sentarme bien (en particular, era rojo...), bajé a por él, mientras ella trataba desde el balcón que no se fuera más lejos y se quedase allí.

El ascensor tardó una eternidad en subir, otra en bajar. Yo, tardé otra en salir del portal y dar la vuelta al edificio por el hueco del garaje.

Allí estaba, maullando. Tenía miedo. Él, quiero decir, yo iba decidido a agarrarlo por donde fuera necesario. Ataviado al más puro estilo Gran Héroe Americano, pero en corto.

Según lo cogí, miré hacia el cielo y un ángel en una ventana miró al gato con alivio. La vecina, que alertada por el ruido había salido a la ventana, creo que se alivió también (tienen una gata).

Al volver, esquivé la mirada de dos viejetes que, sentados en un banco, me habían radiografiado al pasar la anterior vez. Creo que al ver el gato desecharon la posibilidad de que me hubiese dejado los pantalones por ahí en una juerga de anoche.

Arriba, el gato cojeaba, pero no se quejaba al moverle las patas. No parecía que tuviera nada roto, aunque estaba muy inquieto. Tal vez por eso llamamos al teléfono del superveterinario para emergencias. No lo consideró como tal.

Y estaba en lo cierto, porque tras pasarse toda la tarde sobando encima del sofá (el chaise-longue es suyo para siempre), empezó a morder como siempre, correr como siempre, saltar como siempre, derrapar en el suelo como siempre.

... y a subirse al quicio de las ventanas, como siempre.

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